Veo
un insecto sobre un tronco de árbol que yace en el suelo. El árbol
y el insecto comparten el calor. El insecto ha volado ahí desde hace
unos minutos y duerme, pronto tendrá que instalarse en el sueño.
Veo ese árbol en un tronco y al lado de ese tronco se avecinan
varios más. Sobre esos troncos alineados se monta una casa, más
bien una cabaña. ¿El insecto perturba o enaltece la belleza de los
árboles? Seguramente, y como respuesta, la vida es un conjunto de
manifestaciones estéticas que además tienen movimiento. Un insecto
sobre un tronco de árbol que sostiene una cabaña es un insecto
privilegiado. Yo lector, sobre este árbol, me siento privilegiado.
Arder,
no quemar, arder. Revolucionar con el calor el incienso de las
paredes. Humar con estruendo el silencio de los pasos. Qué paso
arrastra la compañía. ¿Qué discusión y grito hiriente podría
helar la habitación cuando ya se ha instalado la ternura del
respeto? Arder, no incendiar, arder. El calor es movimiento. Energía
cinética in situ, el calor. Situados en la alcoba,
nos acaloramos, bailamos un tango o una salsa. Nuestros
cuerpos, compuestos de Carbono, Hidrógeno, Oxígeno, Nitrógeno,
Potasio… tienen una energía calorífica. Los electrones, los
positrones se persiguen en una carrera silenciosa. Se aumenta la
velocidad, aumenta el calor, comienza el ardimiento.
La
palabra es movimiento. Arde, genera calor, es un abismo que al
arder se regenera1.
El calor de hogar no es otra cosa que un golpe de alma al abrir la
puerta. Un insecto volando desde el cuello hasta la almohada. Moisés
Vaca, nos invita a arder las habitaciones, a que cada versículo
inscrito en las paredes eclosione por obra del calor, a manera de
huevos de tortuga depositados en la playa. No pide que el vórtice
del cuarto sea una llamarada. Calor en el encontrarse los ojos, en el
paladearse las lenguas. “En toda interacción humana, / tarde o
temprano, / hay un incendio.”
Arder
la casa es un recorrido por la conciencia de la infraestructura
aparentemente inerte. Un revisar los resquicios de las paredes para
encontrar los hálitos de los decires, de las acciones y los
recuerdos. De factura limpia y con una sencillez del lenguaje, Vaca
nos avisa de su finura y sutileza con versos y figuras bien trazadas:
Estelas tu desnudez, / entre las cosas, / pasas bailando, / es la
única forma en que sabes / desplazarte.
Si
un brazo se rodea por hojarasca hay indicio de otoño, y también
indicios de sepultura. En Arder la casa, los indicios tienen el valor
de transformar el mensaje y el significado gracias a esas múltiples
perspectivas contenidas en un sólo rasgo. Lo que cae aquí / hace
el trayecto inverso de los gritos. Esta mutación hacia lo
diverso desde los indicios es lo que irrumpe en la poética de Moisés
Vaca: Abran la ventana / descansen su interior mirando las
colinas. / Las llamas de los montes / comenzarán por sus pupilas.
En el poema 27, la palabra “postura” hace un juego que es indicio
evidente de sexo y de posmodernidad: (ahora lo sé cuando el fin
de todas las posturas / es tan cercano / a mi generación).
Arder
la casa no es un libro que me recomendaron, mucho menos un libro
boom que buscara leer a costa de mi dinero. No. Arder la
casa fue ese libro que encontré, que hice mío, porque me
interesó genuinamente. Yo estaba en el proceso de asimilar que
estaba viviendo en Tlaxcala y a punto de ir a vivir en pareja. El
libro fue un encontronazo conmigo mismo a través de las palabras de
otro. Y eso, es la poesía, que la palabra particular sea palabra
generosamente ofrecida a otros como suya.
La
hipérbole remarca las cercanías. En el poema 12, logra que
la casa donde uno vive sea la condición de posibilidad para trazar
un camino que lleve al lugar (lejano) de la persona que se ama. Como
para arder la casa hay que darle vida, Moisés Vaca utiliza varias
figuras retóricas que consisten en eso: darle vida a objetos
inanimados, contaminar de capacidades de uno u otro objeto, animal o
sujeto a cosas o animales que no las poseen: prosopopeyas,
animalizaciones: Hay risas en el balcón. / Debes estar hablando
con los girasoles; Quítale la máscara a las cosas / que hacen tu
casa y observa:.
Vaca
también se las arregla para que los diminutivos suenen con voz grave
y se equilibren en el poemario, todas las ocasiones en las que Vaca
usa alguno de aquéllos vemos que están rodeadas de una atmósfera
un tanto trágica o solemne, y ese diminutivo las rompe, las
desencartona. La pesadez de la rutina: La suma de momentitos / que
juntan una vida a ciegas. La evidencia de lo descompuesto dentro
de uno mismo: Volteo a mi pastito interior / y sólo encuentro
yerbamalas. La empatía con la vacuidad del sentido y la
admiración por el nuevo asombro: cada vez que da la vuelta /
descubre una plantita y la explora.
Tampoco
es difícil zafarse de la infancia motora de la poesía: (yo
rellenando un Frutsi con basura; pobre de aquél que pise el balón,
otro Frutsi, más basura):
Vaca
aligera la eclosión malsana de los huevos del asesino, aligera la
conmoción de las yerbamalas en la herida planta del pie. Y nutre de
episodios tensos y distendidos de su vida, un punto de cereza que se
acerca al pie de los pantanos.
Leo
a Vaca, leo Arder la casa, y vivo mi proceso en mi escritura.
A ella la veo como mi brújula. ¿Para qué sirve una brújula si uno
quiere construir una casa? Y recuerdo al insecto sobre un árbol, y
recuerdo también que yo no quiero construir una casa sino un barco
que nos abrace y donde vivamos, y así regreso, y me increpo, ¿cómo
prescindir de brújula?
1
Roberto Juarroz