lunes, 28 de marzo de 2016

Arder la casa. Moisés Vaca




Veo un insecto sobre un tronco de árbol que yace en el suelo. El árbol y el insecto comparten el calor. El insecto ha volado ahí desde hace unos minutos y duerme, pronto tendrá que instalarse en el sueño. Veo ese árbol en un tronco y al lado de ese tronco se avecinan varios más. Sobre esos troncos alineados se monta una casa, más bien una cabaña. ¿El insecto perturba o enaltece la belleza de los árboles? Seguramente, y como respuesta, la vida es un conjunto de manifestaciones estéticas que además tienen movimiento. Un insecto sobre un tronco de árbol que sostiene una cabaña es un insecto privilegiado. Yo lector, sobre este árbol, me siento privilegiado.
Arder, no quemar, arder. Revolucionar con el calor el incienso de las paredes. Humar con estruendo el silencio de los pasos. Qué paso arrastra la compañía. ¿Qué discusión y grito hiriente podría helar la habitación cuando ya se ha instalado la ternura del respeto? Arder, no incendiar, arder. El calor es movimiento. Energía cinética in situ, el calor. Situados en la alcoba, nos acaloramos, bailamos un tango o una salsa. Nuestros cuerpos, compuestos de Carbono, Hidrógeno, Oxígeno, Nitrógeno, Potasio… tienen una energía calorífica. Los electrones, los positrones se persiguen en una carrera silenciosa. Se aumenta la velocidad, aumenta el calor, comienza el ardimiento.
La palabra es movimiento. Arde, genera calor, es un abismo que al arder se regenera1. El calor de hogar no es otra cosa que un golpe de alma al abrir la puerta. Un insecto volando desde el cuello hasta la almohada. Moisés Vaca, nos invita a arder las habitaciones, a que cada versículo inscrito en las paredes eclosione por obra del calor, a manera de huevos de tortuga depositados en la playa. No pide que el vórtice del cuarto sea una llamarada. Calor en el encontrarse los ojos, en el paladearse las lenguas. “En toda interacción humana, / tarde o temprano, / hay un incendio.”
Arder la casa es un recorrido por la conciencia de la infraestructura aparentemente inerte. Un revisar los resquicios de las paredes para encontrar los hálitos de los decires, de las acciones y los recuerdos. De factura limpia y con una sencillez del lenguaje, Vaca nos avisa de su finura y sutileza con versos y figuras bien trazadas: Estelas tu desnudez, / entre las cosas, / pasas bailando, / es la única forma en que sabes / desplazarte.
Si un brazo se rodea por hojarasca hay indicio de otoño, y también indicios de sepultura. En Arder la casa, los indicios tienen el valor de transformar el mensaje y el significado gracias a esas múltiples perspectivas contenidas en un sólo rasgo. Lo que cae aquí / hace el trayecto inverso de los gritos. Esta mutación hacia lo diverso desde los indicios es lo que irrumpe en la poética de Moisés Vaca: Abran la ventana / descansen su interior mirando las colinas. / Las llamas de los montes / comenzarán por sus pupilas. En el poema 27, la palabra “postura” hace un juego que es indicio evidente de sexo y de posmodernidad: (ahora lo sé cuando el fin de todas las posturas / es tan cercano / a mi generación).
Arder la casa no es un libro que me recomendaron, mucho menos un libro boom que buscara leer a costa de mi dinero. No. Arder la casa fue ese libro que encontré, que hice mío, porque me interesó genuinamente. Yo estaba en el proceso de asimilar que estaba viviendo en Tlaxcala y a punto de ir a vivir en pareja. El libro fue un encontronazo conmigo mismo a través de las palabras de otro. Y eso, es la poesía, que la palabra particular sea palabra generosamente ofrecida a otros como suya.
La hipérbole remarca las cercanías. En el poema 12, logra que la casa donde uno vive sea la condición de posibilidad para trazar un camino que lleve al lugar (lejano) de la persona que se ama. Como para arder la casa hay que darle vida, Moisés Vaca utiliza varias figuras retóricas que consisten en eso: darle vida a objetos inanimados, contaminar de capacidades de uno u otro objeto, animal o sujeto a cosas o animales que no las poseen: prosopopeyas, animalizaciones: Hay risas en el balcón. / Debes estar hablando con los girasoles; Quítale la máscara a las cosas / que hacen tu casa y observa:.
Vaca también se las arregla para que los diminutivos suenen con voz grave y se equilibren en el poemario, todas las ocasiones en las que Vaca usa alguno de aquéllos vemos que están rodeadas de una atmósfera un tanto trágica o solemne, y ese diminutivo las rompe, las desencartona. La pesadez de la rutina: La suma de momentitos / que juntan una vida a ciegas. La evidencia de lo descompuesto dentro de uno mismo: Volteo a mi pastito interior / y sólo encuentro yerbamalas. La empatía con la vacuidad del sentido y la admiración por el nuevo asombro: cada vez que da la vuelta / descubre una plantita y la explora.
Tampoco es difícil zafarse de la infancia motora de la poesía: (yo rellenando un Frutsi con basura; pobre de aquél que pise el balón, otro Frutsi, más basura):
Vaca aligera la eclosión malsana de los huevos del asesino, aligera la conmoción de las yerbamalas en la herida planta del pie. Y nutre de episodios tensos y distendidos de su vida, un punto de cereza que se acerca al pie de los pantanos.
Leo a Vaca, leo Arder la casa, y vivo mi proceso en mi escritura. A ella la veo como mi brújula. ¿Para qué sirve una brújula si uno quiere construir una casa? Y recuerdo al insecto sobre un árbol, y recuerdo también que yo no quiero construir una casa sino un barco que nos abrace y donde vivamos, y así regreso, y me increpo, ¿cómo prescindir de brújula? 




1 Roberto Juarroz